martes, 31 de marzo de 2009

De poesías, juegos y luchadores


Armando René Espinosa Hernández
Concurso Estatal de Declamación
Escuela primaria federal "Ignacio Manuel Altamirano"
Matehuala, SLP, 1973.

En el transcurso de la educación primaria una actividad recurrente en la vida escolar fue desempeñar en los honores a la bandera y celebraciones de fechas cívicas el papel de maestro de ceremonias y declamador.

Los programas para festejar fechas históricas siempre incluían breves alocuciones o pensamientos como preámbulo, generalmente hacían referencia a un pasaje histórico, la frase de algún héroe o un pensamiento de algún político. Las poesías eran celosamente seleccionadas, destacaban el suceso a celebrarse o la participación de un personaje, para la toma del castillo de Chapultepec se elegían las dedicadas a los Niños Héroes; para la Independencia fueron frecuentes los poemas a Hidalgo; en octubre no faltaron las consagradas al descubrimiento de América y hasta la de Amado Nervo, "El gran viaje"; en noviembre primero era obligado el acto cívico donde destacaron poemas como "Guadalupe la Chinaca" y "Corrido de Catarino Maravillas", o bien las que reverenciaban los nombres de Madero, Zapata, Carranza o Villa; en el 24 de febrero nunca faltaron las que resaltaban el carácter histórico, patriótico y hasta místico de la Bandera; en marzo las dedicadas a Juárez eran obligadas y desde luego al final del ciclo escolar los poemas de despedida a los condiscípulos que egresaban.

Pero para toda ocasión estaban los poemas costumbristas como "Por que me quité del vicio", "La Chacha Micaila", o bien modernistas como "Nocturno a Rosario", o las que reseñaban las grandes gestas del país: "El idilio de los volcanes", "México creo en ti", "La raza de bronce", "La Suave Patria", entre otras.

Los sentimientos que despertaban los poemas y que René en múltiples ocasiones tuvo que memorizar para rendir pleitesía a los símbolos patrios, contribuyeron a la formación de una idea del pasado nacional, una memoria plagada de prohombres que forjaron la nación y un pretérito lleno de sucesos heroicos.

Pero la poesía también fomentó una sensibilidad, la admiración y respeto a su abuelo Severo, al cual en uno de sus cumpleaños le declamó "A mi padre", de Juan de Dios Peza, que dice:

Yo tengo en el hogar un soberano,
único al que venera el alma mía
y en su corona de cabello cano ,
la honra su ley, y la virtud su guía […]

La amarga prescripción y la tristeza
en su alma abrieron incurable herida.
Es un anciano, y lleva en su cabeza
el polvo del camino de la vida […]

Mi padre tiene en su mirar sereno
reflejo fiel de su conciencia honrada
¡Cuánto consejo cariñoso y bueno
sorprendo en el fulgor de su mirada![…]

La nobleza del alma es su nobleza,
la gloria del deber forma su gloria.
Es pobre, pero encierra en su pobreza
la página más grande de su historia.

Era un tributo al hombre que se vio forzado a asumir, de algún modo, la paternidad de sus nietos, a quienes sus padres habían abandonado; él desempeñaría ese papel durante toda la vida, sus nietos le darían en la sociedad y en su corazón el lugar que sus padres nunca supieron ocupar, y para ellos el único padre que conocerían sería su abuelo Severo.

René nunca entendió a cabalidad la diferencia del ámbito rural y la ciudad, pero era afortunado al disfrutar la sensación de pureza y libertad que daba la vida campirana. La interacción con los niños acompañándolos en las labores del campo, las largas caminatas para llevar el “lonche” en compañía de sus amigos, a sus papás que se encontraban en las milpas sembrando o cosechando. Los paseos en burro, caballo o carretas trayendo el rastrojo de las parcelas o acarreando agua, y en el tiempo de cosecha disfrutar hasta saciarse de elotes cocidos o asados, con ellos aprendió a ordeñar, y a darles de comer nopal sancochado, maguey o rastrojo al ganado vacuno, pero nunca pudo aprender a tallar lechuguilla.

Los juegos infantiles siguen siendo imborrables, para eso las canicas o cayucos, eran indispensables, se repartían en el “fetis”, “el ahogado”, “el ojito” y la más popular entre todos los chiquillos, la “choyita”. René siempre tenía una dotación importante de canicas o cayucos, su mamá se los traía de San Luis Potosí, en los frecuentes viajes que hacía por su responsabilidad como directora, otra de sus distracciones fueron los “luchadores” que no eran otra cosa que muñecos de plástico sólido que representaban a los héroes del pancracio elevados a la categoría de ídolos populares por el cine nacional, sus preferidos El Santo, Mil Máscaras y Blue Demon. También formaban parte de su iconografía Tarzán, acompañado de tigres, leones flechas y cuchillos, otro era Supermán, siempre en color azul con su capa y escudo al frente y no podía faltar Kalimán, héroe de una historieta del mismo nombre muy popular entre un sector de la sociedad, que se volvió un icono de la cultura popular cuando fue adaptada como radionovela y posteriormente como película; esos muñecos cobraban vida en su imaginación cuando jugaba con ellos entre lo matorrales del patio de la casa del maestro, unos eran hábiles trepadores entre los mezquites, otros nadaban en los charcos que semejaban grandes lagos, cuando se enfrentaban entre sí también morían y eran enterrados entre la tierra, una cruz de cualquier rama recordaba que habían muerto sólo para resucitar en el siguiente juego. La entelequia del juego terminaba cuando de pronto se escuchaba ¡Nando!; la fuerte voz de su madre lo regresaba a la realidad.

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