lunes, 30 de abril de 2018

Mi columna en Pulso

“Cuando éramos niños / los viejos tenían como treinta / un charco era un océano / la muerte lisa y llana / no existía…” Así empieza un poema de Mario Benedetti. Mañana es día de los niños y las niñas, y es buen día para pensar en qué les espera a estos seres que han nacido con el celular y los videojuegos y la exposición a redes sociales por doquier. “Cuando niños somos todos los niños que fantasean y sueñan.

Cuando adultos somos un adulto pero con escasas fantasías y escasos sueños”, añade Marco Antonio Campos.

Veo una foto de mi persona en el kínder, el gesto no ha cambiado pero esa cara es ajena, llena de pensares y pensares medidos por arrugas. Es cara me es ajena, veo el antecedente de mi sobrina, me imagino palabras, pocas dichas pero muchas escritas. Tuve suerte de crecer en un hogar pleno de apoyo y de libreros con muchas y ricas opciones.

En la infancia surgen héroes y personajes trágicos, de hércules a edipos. No solo los padres tienen la culpa sino el ambiente social, la economía, las facilidades que se den a esos posibles niños genio, a esos artistas, a esos potenciales científicos. He visto a varias de las mejores mentes de varias generaciones echadas a perder en un instante.

Me pasó un poco lo que contó Patrick Modiano cuando recibió el premio Nobel: “Yo pertenezco a una generación en la que no nos dejaban hablar a los niños, excepto en raras ocasiones y si pedíamos permiso. Pero no nos escuchaban, y a menudo nuestro discurso fue interrumpido. Esto explica la dificultad de palabra de algunos de nosotros, nuestro ritmo a veces indeciso, o demasiado rápido, como si temiéramos cada instante la interrupción. Tal vez esa sea la razón por la que el deseo de escribir se apoderó de mí, como le sucede a muchos otros, al final de la niñez. Uno espera que los adultos lo lean. Se verían obligados a escuchar sin interrumpir y a saber de una vez por todas lo que uno tiene en el corazón…”

Y escribo. Y veo a hijos de amigos y sobrinos, pues no tengo hijos (podría tener nietos ya, muchos de mis contemporáneos los tienen). El tema musical de un partido político está en la lista de las canciones más populares. En el altavoz de una primaria se oyen cantos de desamor y muchos niños (¿todos?) se las saben. Ya en casa, prefieren jugar videojuegos o ver las caricaturas, y nadie les dice nada. Nada de memorizar, eso está en el pasado. ¿Libros? Mejor a ver si hay un tutorial de YouTube.

Hay magníficos libros clasificados para niños que podemos disfrutar los adultos. Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll; Coraline, de Neil Gaiman; o las versiones infantiles de Las mil y una noches, Sandokan, tantos clásicos. Belleza Negra, por ejemplo. O El Principito. En México, las historias de Francisco Hinojosa son altamente recomendables; los ejemplos: A los pinches chamacos y La peor señora del mundo. O las versiones no disneyizadas de los cuentos de Perrault, los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen. Y la mitología griega que han de conocer por Percy Jackson o Furia de Titanes.

Aunque me acuerdo del miedo a la tele que me causó la película Juegos diabólicos, algunos buenos cuentos de terror no vienen mal. Bien comenta Rubén Lardín, en El día del niño. La infancia como territorio para el miedo: “para la infancia son necesarias obras inteligentes que desconcierten al pequeño, que valoren su capacidad de elección, que entiendan la niñez como territorio de pleno derecho, que le hagan preguntarse acerca de lo que asiste, obras que apelen a su honestidad infantil para establecer vínculos con la realidad y generar cuestiones en su inteligencia emocional. Obras que hagan pedazos la vida, para que el niño vuelva a reconstruirla para sí. Porque ser niño también es ser, y no prepararse para algo".

Dice Jorge Enrique Adoum: “Ante todo, es preciso ordenar la infancia / como un país disperso, hallar las fechas / de su límite: la dulce iniciación / en la desobediencia, la cerradura / que por necesidad puse a mi alcoba / o la primera mujer que se guardó la noche / entre sus telas estériles, sus párpados. // Y descubrí de pronto que nadie compartía / mis costumbres: la muerte había entrado / antiguamente al patio, a la bodega, / y yo crecía sobre un osario familiar. / No sé por qué, porque sí, por pura / gana, cambié las órdenes para la cena, / el sitio de los adornos, el precio / de las plumas; odié el muro / que cercaba la viña y el camino de orina / a los establos. Y ya no pude vivir más, / no podía establecer mi edad, mi oficio, / destruir la seguridad de cada día / o levantar los párpados hacia la luz / de afuera: un hombre pasaba sin llorar / bajo la lluvia, las aldeanas / completaban su cuerpo entre la hierba, / pero debía conservar la herencia intacta, / conocer los secretos del ganado, / calcular la distancia entre mi seca / seguridad y la aventura. // Así empecé / a soñar solamente con la llave, / con la bahía donde nadie hubiera / a despedirme, con migraciones de pájaros / azules. No era la pegajosa soledad / lo que buscaba sino una familia / diseminada en la distancia, una / hora de paz bajo los árboles, una hoja / sin odio entre mis manos”.

No se trata de darles todo o de negarles nada. Ha de ser difícil encontrar el justo medio. Cito a Enrique Dans: “educar a un hijo no es darle un ordenador y dejarlo que aprenda a usarlo sin supervisión “porque es un nativo digital”. Educar a un hijo es otra cosa, y tiene poco que ver con la tecnología o con instalar un maldito filtro parental. Es una actitud”.

Tuve también la suerte de tener maestros de español o de redacción que se apasionaban por su trabajo, por buscar alternativas. Imaginación. “Todo niño es un artista, porque todo niño cree ciegamente en su propio talento. La razón es que no tienen ningún miedo a equivocarse... Hasta que el sistema les va enseñando poco a poco que el error existe y que deben avergonzarse de él”, como aseguró Ken Robinson.

No se vale usar a los niños para la política, ni usarlos económicamente. Crecer no es fácil y hay que buscar que tengan un mejor futuro que el que nos ha atosigado desde que nacimos. Ojalá ya no haya más generaciones de la crisis y el impulso vaya más allá de las palabras oficiales.

“Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan”: Antoine de Saint-Exupéry. Recordemos, leamos, seamos infantiles de vez en cuando.

Leer da más espacio a la imaginación en nuestro palacio mental, de verdad. Y el dragón que vuela encima de mí lo puede atestiguar. Luego les cuento, voy a volar en él.

La fuga infinita - José Ángel Buesa



Se fue mi niñez...
Batiendo sus alas de rosa partió...
Le rogué, llorando: «¡vuelve a mí otra vez!»
volveré me dijo... Pero no volvió.
Después, mi inocencia, cual mística flor,
se mustió entre las
llamaradas locas del pagano amor,
y a mi alma su aroma no tornó jamás...
Y, al llegar mis dudas, se marchó mi fe...
«¿Volverás?» le dije... No sé si me oyó:
hizo un gesto vago me miró y se fue.
Luego, acurrucada, sufrió mi ilusión
de los desengaños el flagelo cruel:
me miró con húmedos ojos de lebrel
y se fue en silencio de mi corazón...
Y yo sé que un día también tú te irás,
sin que mis caricias puedan retenerte,
pues ya hacia otros brazos, o ya hacia la muerte,
no te detendrás...
Porque sé que un día llegará el olvido,
y sé que ese día te me irás, mujer,
como tantas cosas que ya se me han ido:
¡para no volver!