martes, 30 de abril de 2024

Recuerdos de infancia en Tancanhuitz - Rogelio Lizcano Hernández



Corrían los años finales de la década de 1950. Don Nacho Ocaña, conocido y próspero comerciante del pueblo, era un hombre bonachón y padre de seis hijos: Toya, Lupita, Juanita, Nachito, Pepito y Paco. Eran nuestros vecinos y su casa sólo estaba separada de la nuestra por un terreno baldío conocido como de Chucha la Loca, pues en el pasado había sido habitado por esa señora que padecía de trastornos mentales y a la cual nunca me tocó conocer porque años atrás había fallecido y para entonces ya no quedaba en pie la precaria casa de palitos que algún día habitó. Por las noches, si nos tocaba pasar frente a ese terreno, lo hacíamos corriendo frenéticamente para no ser sorprendidos por el fantasma de la desgraciada señora, porque las consejas del pueblo decían que por ahí se aparecía.

Con esta familia de entrañables recuerdos convivimos mucho porque casi todos nosotros coincidíamos en edad con algunos de ellos: mi hermana Oliva, con Toya; mi hermana Evelia con Juanita; mi hermano Luis, con Nacho; Paco con mi hermano Eduardo y yo con Pepe.

Los jóvenes y niños Ocaña, los Godoy, los Nava, nosotros los Lizcano y algunos otros mozalbetes del pueblo nos reuníamos para divertirnos jugando a los encantados, a la roña, a las escondidas, al bebeleche, a saltar la cuerda, a las canicas, al trompo, al balero y tantos otros juegos que lamentablemente han caído en desuso, pero que nos hacían convivir socializando y supongo que nos fomentaban, sin percatarnos de ello, lo que ahora los psicólogos denominan inteligencia emocional.

También nos gustaba cantar, trepados en las copas de los árboles, las canciones de moda en la década de 1950, como “La Cama de Piedra” de Cuco Sánchez o “Ando Volando Bajo” interpretada por Pedro Infante.

Una diversión muy socorrida y apreciada por nosotros era ir a nadar a las pozas que formaba el riachuelo procedente del vecino municipio de Huehuetlán —lugar de viejos—, en cuyas cristalinas aguas retozábamos y nos zambullíamos a placer. La más cercana era la conocida como “el arroyo de Doña Daría”, pues se encontraba precisamente frente a la casa de esa señora. No nos gustaba mucho porque no tenía profundidad y era más apropiada para bañar a los bebés o a los niños pequeños.

Enseguida, caminando arroyo arriba, se encontraba “la poza del Güigüe” que se prestaba mucho para practicar los “clavados” desde una peña redonda que emergía en el centro de la corriente.

Unos metros adelante se encontraba la “poza del Aguacate” que no era muy frecuentada porque estaba un tanto oculta por la maleza de la ribera.

Unos cien metros más arriba estaba la “poza del del Zocohuite”, así llamada porque en la orilla crecía un árbol de este raro y sabroso fruto endémico de la región. En cierta ocasión en que fui con mi papá a este paraje —cuando aún era yo un niño pequeño y no sabía nadar, pero me conformaba con chapotear en la orilla—, mientras jugaba me fui deslizando sin proponérmelo por la resbaladiza laja que iba paulatinamente en descenso a lo más profundo hasta el centro de la poza, y en mi angustia empecé a gritar, despertando abruptamente a mi padre que dormía plácidamente en una roca lisa que ni mandada hacer para una “pestañita”. De inmediato se arrojó al agua para rescatarme y más tarde, al relatarle el incidente a mi mamá, ésta regañó y le dijo hasta de lo que se iba a morir a mi pobre progenitor.

Más arriba se localizaba “el Arroyo de la Herradura”, denominado así porque en la inclinada laja del fondo se apreciaban unas hendiduras con forma de pisadas de caballo. La gente decía que ahí había bailado el diablo. Aprovechando la inclinación progresiva de la laja, acostumbrábamos correr desde la orilla y nos deslizábamos por la parte ya sumergida de la laja hasta que caíamos de sentón en la parte más profunda disfrutando como enanos.

Finalmente, más allá de esta última poza estaba “el Arroyo Grande”, llamado así porque en ese punto el cauce del arroyo era más profundo. Recuerdo que nos lanzábamos clavados a esta corriente exclamando "¡Soy Joaquín Capilla!, ¡Soy Joaquín Capilla!", en alusión al clavadista y máximo ganador de medallas olímpicas en toda la historia de México, ya que obtuvo dos bronces en Londres 1948, una medalla de plata en Helsinki 1952 y finalmente una de oro en Melbourne 1956.

Desde luego que la natación es un ejercicio muy recomendable para niños y jóvenes. Entre otras virtudes, este ejercicio nos despertaba un tremendo apetito, y para mitigarlo a veces llegábamos a una panadería que se encontraba en el camino de las pozas. Era pan casero, de pueblo, con ingredientes de primera calidad porque aún no se comercializaba tanto el producto y la calidad se mantenía. Aun antes de llegar a casa de la señora panadera, nos llegaba el rico aroma del pan recién sacado del horno de barro y por el techo de la casa escapaba el humo evidenciando el proceso. Otras veces nos esperábamos a llegar a casa, donde prácticamente devorábamos todo lo que nuestra madre y nuestra abuelita nos ponían enfrente. Aun los humildes frijolitos nos sabían a gloria en esas condiciones.

En fin, eran los dorados años de nuestra ya muy lejana infancia.

Hoy en Cool Kids: ¡Miky no puede dormir! de Fabiola Amaro y Ale Venus

 


Siempre niños - José Alfredo Barrón Villalón

Como un homenale a los niños y en especial, a ese niño que vive en nuestro interior.

Vaya hoy mi canto, con gran cariño,
como un balance, en este viaje,
dentro de todos, a ese niño,
hoy le dedico este homenaje.

En esta etapa, yo no lo niego, 
si en ese espejo, ahora te ves, 
tan bella etapa y todo es juego,
es la inocencia de la niñez.

Como un detalle de cortesía,
cuando se emprende, en este vuelo,
y su sencilla sabiduría,
con ese pase al entrar al cielo.

Dios nos concede tal privilegio
y este linaje lo conservemos,
con serpentinas, dulces, festejo,
¡ser siempre niños, todos podemos!

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30 de abril de 2024

domingo, 30 de abril de 2023

Día de las niñas y los niños: Abuela luna en el Ceart SLP

El juntado y la pepena - María Garay



Doña Justa hacía honor a su nombre: al término de la pepena pedía a sus hijas, nietas y sobrinas que mostraran a las demás lo que habían encontrado, por si era necesario compartirlo. Durante la jornada, estaba pendiente de que ninguna se “malpasara” u holgazaneara; tenía “organizados” los horarios para las actividades de almuerzo, descanso y, también, de mirar el teléfono celular, lo que no les agradó ni tantito cuando se los propuso, pero todas finalmente aceptaron el acuerdo, al ver que eso redituaba en sus ganancias. Entre cientos de mujeres, el grupo de ”Doña Justa” era considerado como el que “más ganas le echaba”.

Las constantes sequías obligaron a los habitantes de La Nopalera a buscar otras actividades; la agricultura, en esa tierra salitrosa y sin agua, ya no daba para siquiera comer; hasta los nopales y magueyes escaseaban. La mayoría de los hombres de la ranchería tuvo que emigrar en busca de otras ocupaciones, y en muchas casas sólo quedaron niños y mujeres. Así que, cuando se instaló en las cercanías de la comunidad el tiradero de basura, sintieron que el Altísimo había escuchado sus ruegos; las mujeres dejaron de ser aguamieleras y vendedoras de nopales y tunas; ahora la posibilidad de sobrevivencia para ellas y sus familias se encontraba en la basura.

Con sus casi ochenta años a cuestas, Justa se levantaba al amanecer; tenía que caminar poco trecho pero era necesario llegar temprano a la “plancha de la pepena”, tanto para disponer de los mejores lugares, como para no asolearse tanto. El grupo de ocho mujeres quedaba de encontrarse frente al tendajón del rancho, para irse juntas hasta el “tiradero”, lo que también hacían como protección –no faltaba algún pelado que quisiera sobrepasarse con las más jóvenes-; además, de manera repentina, solía presentarse una jauría de perros callejeros, casi muertos de hambre, a quienes tenían que correr con palos y a pedradas para que no las atacaran.

El “juntado” y la pepena, podían extenderse hasta doce horas, pero Justa no se rendía, antes daba gracias a Dios por tener salud y fuerzas para esa labor. Lo más difícil había sido acostumbrarse al olor, casi insoportable en tiempo de calor. Pero a veces se encontraban con otras dificultades peores, como hallarse envoltorios con sal gruesa y ramas de “limpia”, las que seguro eran desechos de una sesión de “curación” o “barrida”, y esas cosas valía mejor no tocarlas; o abrir una bolsa con material médico, con el cual corrían el riesgo de pescar una infección. La compensación venía con el hallazgo de objetos como un arete de oro, un CD en buenas condiciones, y hasta ropa en buen estado.

El grupo “Doña Justa” ya se había sobrepuesto a los prejuicios de la gente. A pesar de los comentarios malintencionados que escuchaban por ahí, ellas se consideraban mujeres “limpias” a pesar de la hediondez que las acompañaba, y “fuertes” porque eran capaces de sacar adelante, de manera digna, a sus familias.

El Circo, poesía para niños, en la Biblioteca del Ejército Mexicano

Magia y poesía de Fabiola Amaro, colores y luces de Ale Venus, con la anfitrionía de Antonieta Rendón y su sala de lectura Jugando con Letras.   















Viaje

 —¿Cómo te fue en el camino, Caperucita?

—Lo de siempre, abuelita: sirenas, un cíclope, una hechicera... Lo malo es que, ya al llegar, tu viejo perro que parece lobo se murió de la alegría al reconocerme.



Recuerdos de infancia en Tancanhuitz - Rogelio Lizcano Hernández

Corrían los años finales de la década de 1950. Don Nacho Ocaña, conocido y próspero comerciante del pueblo, era un hombre bonachón y padre d...