Con esta familia de entrañables recuerdos convivimos mucho porque casi todos nosotros coincidíamos en edad con algunos de ellos: mi hermana Oliva, con Toya; mi hermana Evelia con Juanita; mi hermano Luis, con Nacho; Paco con mi hermano Eduardo y yo con Pepe.
Los jóvenes y niños Ocaña, los Godoy, los Nava, nosotros los Lizcano y algunos otros mozalbetes del pueblo nos reuníamos para divertirnos jugando a los encantados, a la roña, a las escondidas, al bebeleche, a saltar la cuerda, a las canicas, al trompo, al balero y tantos otros juegos que lamentablemente han caído en desuso, pero que nos hacían convivir socializando y supongo que nos fomentaban, sin percatarnos de ello, lo que ahora los psicólogos denominan inteligencia emocional.
También nos gustaba cantar, trepados en las copas de los árboles, las canciones de moda en la década de 1950, como “La Cama de Piedra” de Cuco Sánchez o “Ando Volando Bajo” interpretada por Pedro Infante.
Una diversión muy socorrida y apreciada por nosotros era ir a nadar a las pozas que formaba el riachuelo procedente del vecino municipio de Huehuetlán —lugar de viejos—, en cuyas cristalinas aguas retozábamos y nos zambullíamos a placer. La más cercana era la conocida como “el arroyo de Doña Daría”, pues se encontraba precisamente frente a la casa de esa señora. No nos gustaba mucho porque no tenía profundidad y era más apropiada para bañar a los bebés o a los niños pequeños.
Enseguida, caminando arroyo arriba, se encontraba “la poza del Güigüe” que se prestaba mucho para practicar los “clavados” desde una peña redonda que emergía en el centro de la corriente.
Unos metros adelante se encontraba la “poza del Aguacate” que no era muy frecuentada porque estaba un tanto oculta por la maleza de la ribera.
Unos cien metros más arriba estaba la “poza del del Zocohuite”, así llamada porque en la orilla crecía un árbol de este raro y sabroso fruto endémico de la región. En cierta ocasión en que fui con mi papá a este paraje —cuando aún era yo un niño pequeño y no sabía nadar, pero me conformaba con chapotear en la orilla—, mientras jugaba me fui deslizando sin proponérmelo por la resbaladiza laja que iba paulatinamente en descenso a lo más profundo hasta el centro de la poza, y en mi angustia empecé a gritar, despertando abruptamente a mi padre que dormía plácidamente en una roca lisa que ni mandada hacer para una “pestañita”. De inmediato se arrojó al agua para rescatarme y más tarde, al relatarle el incidente a mi mamá, ésta regañó y le dijo hasta de lo que se iba a morir a mi pobre progenitor.
Más arriba se localizaba “el Arroyo de la Herradura”, denominado así porque en la inclinada laja del fondo se apreciaban unas hendiduras con forma de pisadas de caballo. La gente decía que ahí había bailado el diablo. Aprovechando la inclinación progresiva de la laja, acostumbrábamos correr desde la orilla y nos deslizábamos por la parte ya sumergida de la laja hasta que caíamos de sentón en la parte más profunda disfrutando como enanos.
Finalmente, más allá de esta última poza estaba “el Arroyo Grande”, llamado así porque en ese punto el cauce del arroyo era más profundo. Recuerdo que nos lanzábamos clavados a esta corriente exclamando "¡Soy Joaquín Capilla!, ¡Soy Joaquín Capilla!", en alusión al clavadista y máximo ganador de medallas olímpicas en toda la historia de México, ya que obtuvo dos bronces en Londres 1948, una medalla de plata en Helsinki 1952 y finalmente una de oro en Melbourne 1956.
Desde luego que la natación es un ejercicio muy recomendable para niños y jóvenes. Entre otras virtudes, este ejercicio nos despertaba un tremendo apetito, y para mitigarlo a veces llegábamos a una panadería que se encontraba en el camino de las pozas. Era pan casero, de pueblo, con ingredientes de primera calidad porque aún no se comercializaba tanto el producto y la calidad se mantenía. Aun antes de llegar a casa de la señora panadera, nos llegaba el rico aroma del pan recién sacado del horno de barro y por el techo de la casa escapaba el humo evidenciando el proceso. Otras veces nos esperábamos a llegar a casa, donde prácticamente devorábamos todo lo que nuestra madre y nuestra abuelita nos ponían enfrente. Aun los humildes frijolitos nos sabían a gloria en esas condiciones.
En fin, eran los dorados años de nuestra ya muy lejana infancia.